La partícula de Dios… ¡existe! Notable signo de nuestro tiempo: mientras el tsunami de una bancarrota capitalista nos amenaza con la barbarie, el conocimiento humano alcanza las cumbres de una apropiación consciente de las condiciones de existencia del universo como un todo.
Aunque parezca trivial, el hecho de que todos y todas estemos constituidos por la misma cosa es algo que sólo fue confirmado con rigor recientemente. Es cierto que se habla de los átomos (de eso se trata) desde la época de los griegos, cuando Demócrito designó así a las partículas elementales de la materia. Pero no dejó de ser una hipótesis especulativa hasta que la ciencia experimental metió la mano en el asunto.
Se atribuye a Dalton, en el siglo XVII, un papel fundacional en la moderna indagación sobre el mundo de los átomos. Aun así la realidad de la existencia del átomo fue motivo de controversias. No resulta fácil admitir que nuestros ladrillos básicos constituyen algo tan durable, tan abundante… y tan pequeño. Tengamos en cuenta que cada uno de nosotros reúne en su propio cuerpo la minucia de mil millones de átomos, aproximadamente, los cuales existen desde tiempos inmemoriales; algunos de ellos -los que corresponden a los elementos más pesados, como el hierro-, originados en el horno combustible de estrellas que acaban estallando y esparciendo sus elementos por el cosmos. La materia, según aprendimos en la escuela, no se crea ni se destruye, sólo se transforma, dijo otro de los prohombres de la ciencia moderna.
Los secretos del átomo
Todavía a principios del siglo XX, un físico prominente, Ernst Mach, afirmó que los átomos “son productos del pensamiento”. Era el tiempo, sin embargo, en que Einstein probaba, en un trabajo célebre, la existencia real de los átomos, y desentrañaba las relaciones mutuas entre materia y energía. No mucho antes de que otro físico célebre -Ernest Rutherford- elaborara el muy conocido modelo del átomo como un pequeño sistema solar, constituido por partículas aun más elementales: electrones, protones, neutrones.
La moderna aventura de la física atómica -que cambió la visión del hombre sobre el cosmos, del cual forma parte- apenas comenzaba. Se puso de relieve, entonces, que las partículas que componen el átomo tienen características bastante poco admisibles para el sentido común. En el mundo de lo muy pequeño las cosas funcionan de un modo distinto al que nosotros percibimos en nuestro “macromundo” particular. Un electrón, por ejemplo, es al mismo tiempo una partícula localizable en un espacio determinado y una onda que carece de “localidad” y que no se presenta como una cosa, sino como la manifestación de una manera de existir de la “cosa” (como la que traza el movimiento que se forma en el agua cuando arrojamos una piedra). ¡¨Cosas vederes, Sancho¨!
El descubrimiento, durante los años 20 del siglo pasado, de que el universo se encontraba en expansión le dio a la investigación de lo pequeño una dimensión grandiosa: en el estallido original (Big Bang) estaban presentes apenas algunas de las partículas elementales que darían lugar… a los átomos. En el misterio de partículas que tienen la dimensión de una billonésima parte del metro se encontraba la respuesta al… origen del universo. La respuesta, también, para el desarrollo de una tecnología sin precedentes, incluida la computadora en la cual redactamos esta nota.
Higgs y la “Big Science”
Cuando las técnicas de investigación se hicieron más precisas se puso de relieve, además, que tampoco los electrones, los protones y los neutrones eran las partículas últimas de la materia, sino que ellas mismas eran el resultado de otras partículas “más últimas” todavía. Hacia la mitad del siglo pasado, la fauna de partículas subatómicas descubiertas había crecido a un punto en que el mundo de la física quedó en un mar de confusión.
Finalmente, los especialistas llegaron a lo que se denominó el Modelo Standard, que establecía un orden y un sistema para explicar la plétora de partículas elementales. El Modelo Standard establecía cómo a partir de dos partículas básicas -llamadas quarks y leptones- y mediante sus diferentes combinaciones e interacciones -en las cuales actuaban otro puñado de partículas- surgían todas las demás. Por absurdo que parezca al lego faltaba explicar cómo algunas de esas partículas adquirían masa. Y aquí entra en escena el llamado bosón de Higgs, una partícula cuya función sería precisamente dotar de masa a algunas de sus congéneres… y desaparecer en una fracción del orden de una millonésima de segundo; y cuya existencia fue postulada casi medio siglo atrás por el físico que le dio su nombre. El bosón de Higgs pasó a ser conocido como “la partícula de Dios”, porque permitiría un avance clave en la determinación de cómo el universo vino a existir y cuáles son sus fundamentos más elementales. Pero ahora había que testear con experimentos el mundo subatómico y verificar la predicción.
Para avanzar en el territorio que le es propio, los físicos necesitaron, crecientemente, recursos y dispositivos materiales de enorme envergadura y un trabajo colectivo sin igual. La investigación requiere los llamados “aceleradores de partículas”, que permiten elevar la velocidad de estas al límite de lo absoluto -nada puede moverse más allá de la velocidad de la luz-, hacerlas colisionar y estudiar los resultados. El laboratorio en el cual se estima ahora haber hallado un registro del ladrillo “divino” es una construcción sin precedentes de un anillo subterráneo de casi 30 kilómetros de diámetro, dotado de una aparatología fenomenal puesta en movimiento y funcionando con un equipo colectivo de varios miles de físicos de los más diversos países. Lo que llamamos la aventura de desentrañar el misterio de nuestro cosmos se ha planteado como una tarea colectiva sin igual. Hace mucho que la ciencia en este terreno descubrió que el universo le plantea al hombre los desafíos de conocerlo con los métodos propios de la gran industria y del trabajo asociado de los individuos de nuestra especie.
Entonces…
Entonces la ciencia se deparó con los límites que no son los propios del conocimiento y de los hombres, sino los del capitalismo. Esto sea porque confinó el quehacer científico a la frontera del negocio y de la rentabilidad; sea porque lo redujo a la condición de sirviente de la investigación bélica y militar; sea porque encorsetó sus resultados en la utilización de sus instrumentos de punta para la especulación y para el capital financiero.
Con lo que plantea ahora el avance en el descubrimiento del bosón de Higgs, las cosas son todavía más concretas. En ciencia, la solución de un problema plantea nuevos problemas e investigaciones. “Se acabó una parte de la historia, debe comenzar otra”, tituló una nota periodística para ilustrar las tareas que los científicos se plantean a partir de ahora. En el caso que nos ocupa, requeriría tecnologías, inversiones y desarrollos que de ninguna manera están disponibles bajo las condiciones del actual quebranto capitalista.
Steven Weinberg, uno de los grandes físicos de nuestro tiempo -reconocido por su papel de primer orden en la elaboración del Modelo Standard de la materia y del origen del universo, publicó semanas atrás un largo artículo titulado “La crisis de la Gran Ciencia” (1). Nadie lo ha mencionado en estos días a pesar de su carácter profético: el descubrimiento del bosón de Higgs -plantea Wienberg- no será el final del camino, y avanzar exigiría recursos más costosos, frente a lo cual se declara absolutamente… “pesimista”. Porque los financiamientos se están agotando y reduciendo no sólo en el área de la física, sino en el de la astronomía, que también requiere de instrumentos muy poderosos para indagar el cosmos en esta tarea que une la observación de lo enormemente grande y de lo enormemente pequeño, según explicáramos al principio de esta nota. Weinberg se lamenta de un modo que no podía ser más sugerente: “para promover los descubrimientos, la gran ciencia es el equivalente tecnológico de la guerra… y no mata a nadie”.
Ya sabemos que físicos perfectamente ateos invocaron al Creador para popularizar el significado de sus hazañas en la indagación sobre los fundamentos básicos de nuestra materia y de nuestra propia existencia. Podemos invocar a su perfecto opuesto para poner de relieve el papel “diabólico” que ejerce sobre el hombre, sobre su vida y sobre su actividad un mundo capitalista en descomposición. Como creaciones humanas así entendidas, Dios y el Diablo siguen haciendo de las suyas (2).
Pablo Rieznik
(1) Wienberg, Steven; “The crisis of Big Science”, en The New York Review of Books, mayo 10, 2012.
(2) Ver Rieznik, Andrés y Pablo; “La máquina de Dios” en Prensa Obrera N° 1055.