Incluso cuando el tarifazo en los servicios públicos y el transporte ya es indisimulable, el gobierno insiste en que los aumentos se encuentran plenamente justificados porque su precio constituiría un absurdo regalo para los usuarios. Conforme a esta línea de razonamiento, ha encarado una campaña por la renuncia voluntaria a los subsidios, en una suerte de tarifazo auto-inflingido. En algunos lugares de trabajo, los burócratas sindicales o sus pichones -ya sean de la CTA oficialista o la de La Cámpora- ejercen una fuerte presión sobre los trabajadores para que renuncien a esos subsidios. El mismo trabajo de persuasión voluntaria no lo puede hacer con los impuestazos de los Macri, Scioli o Binner -todo el arco del capitalismo-, los que han sido impuestos por la violencia de la ley.
Hay que decir, en primer lugar, que una renuncia al subsidio es una aceptación anticipada de todos los aumentos tarifarios que seguirán al que se quiere imponer ahora, como lo piden los empresarios, y como el gobierno ya está ejecutando con los cambios en la facturación. La usina de propaganda del oficialismo omite esta cuestión y sigue mintiendo acerca de que afectaría a una minoría de la población. Los alcanzados por el tarifazo serían, por lo menos, el 65% de la población que no reviste en condición de pobreza. Para el gobierno y para la Cepal, los ‘pobres' son, sin embargo, el 15%, por lo que en este caso el tarifazo sería para el 85% restante.
La falacia mayor del oficialismo no se limita a ocultar que la renuncia voluntaria equivale a la aceptación indefinida -y, por lo tanto, nada voluntaria- de los tarifazos subsiguientes. La peor es la que sostiene que los trabajadores estarían malversando un recurso económico al pagar por él una ínfima parte de su costo. Ocurre, en realidad, todo lo contrario: quien se beneficia del precio relativamente bajo de los servicios (bajo en relación con los precios de otros productos) es la patronal, la que contrata obreros pagando salarios inferiores, debido -precisamente- al subsidio a las tarifas.
La cosa es muy simple: la baratura relativa de los servicios y del transporte se refleja en una canasta familiar que tiene un costo inferior al que correspondería si esos servicios estuvieran computados de acuerdo con su costo. Esa baratura relativa de la canasta familiar se refleja en las negociaciones salariales, cuando los sindicatos reclaman en función de lo que ella cuesta y no de lo que costaría con un precio más alto de los servicios. Así, el reclamo de aumento salarial resulta también inferior. El obrero paga barato un servicio con un salario abaratado como consecuencia del menor costo de ese servicio para él. Su patrón paga un salario menor al que resultaría de computar el servicio a su costo de producción efectivo. Las empresas privatizadas de los servicios y del transporte reciben, en compensación, los subsidios. A través de los impuestos al consumo, la masa de trabajadores paga el déficit que todo esto genera al Estado. No hay nada a lo que ‘renunciar', porque el obrero ya renunció a la ventaja de una tarifa barata cuando su sindicato pactó un salario relativamente inferior.
De todo esto surge una conclusión elemental: los salarios deben ajustarse de inmediato según sea el impacto del tarifazo en el costo de la canasta familiar. El gobierno ha roto, con el tarifazo, las obligaciones del convenio colectivo de trabajo, que no tuvo en cuenta este aumento brusco sobre la canasta familiar -que algunos economistas estiman entre 12 y 15 puntos, una enormidad. Por eso, deben convocarse asambleas para diseñar planes de lucha por el ajuste de los salarios. Lejos de ‘renunciar' a algo que no tiene, el trabajador tiene que salir a pelear para que no le roben lo conquistado.
El reclamo de una renuncia voluntaria pone de manifiesto que el gobierno tiene pánico frente a la posibilidad de tener que reconocer el carácter confiscatorio del tarifazo. Pero es casi una idiotez creer que va a lograr esa renuncia voluntaria: estamos ante la confesión anticipada de que se viene una crisis política en la implementación del ajuste. El tarifazo, además, no solamente se suma a los impuestazos (en especial de la vivienda), sino al impuesto al salario, que afecta a todos los que ganan por encima de 7 mil pesos. Son varios millones que tendrán que asumir la doble carga de este impuesto y del tarifazo.
La patronal de los servicios quiere, por supuesto, más, porque la supresión de los subsidios no cambia sus ingresos, sólo alivia la situación fiscal. Poco se ha dicho acerca de que los servicios y el transporte son un fuerte negocio financiero, ya que financian su giro con deuda y no con capital propio. Los favorece para ello que su mercado es cautivo, o sea ‘seguro', por lo que sufre menos las oscilaciones de la demanda. Sus ingresos asegurados por tarifas obligatorias constituyen una garantía para cualquier prestamista, ya que además gozan de mucha liquidez -o sea dinero en mano. En resumen, el tarifazo es una confiscación económica de los trabajadores y un negociado para los capitalistas.
¿Renuncia voluntaria? Las pelotas. Indexación de los salarios, plan de lucha, nacionalización sin indemnización de las privatizadas de servicios y de petróleo-gas.
Hay que decir, en primer lugar, que una renuncia al subsidio es una aceptación anticipada de todos los aumentos tarifarios que seguirán al que se quiere imponer ahora, como lo piden los empresarios, y como el gobierno ya está ejecutando con los cambios en la facturación. La usina de propaganda del oficialismo omite esta cuestión y sigue mintiendo acerca de que afectaría a una minoría de la población. Los alcanzados por el tarifazo serían, por lo menos, el 65% de la población que no reviste en condición de pobreza. Para el gobierno y para la Cepal, los ‘pobres' son, sin embargo, el 15%, por lo que en este caso el tarifazo sería para el 85% restante.
La falacia mayor del oficialismo no se limita a ocultar que la renuncia voluntaria equivale a la aceptación indefinida -y, por lo tanto, nada voluntaria- de los tarifazos subsiguientes. La peor es la que sostiene que los trabajadores estarían malversando un recurso económico al pagar por él una ínfima parte de su costo. Ocurre, en realidad, todo lo contrario: quien se beneficia del precio relativamente bajo de los servicios (bajo en relación con los precios de otros productos) es la patronal, la que contrata obreros pagando salarios inferiores, debido -precisamente- al subsidio a las tarifas.
La cosa es muy simple: la baratura relativa de los servicios y del transporte se refleja en una canasta familiar que tiene un costo inferior al que correspondería si esos servicios estuvieran computados de acuerdo con su costo. Esa baratura relativa de la canasta familiar se refleja en las negociaciones salariales, cuando los sindicatos reclaman en función de lo que ella cuesta y no de lo que costaría con un precio más alto de los servicios. Así, el reclamo de aumento salarial resulta también inferior. El obrero paga barato un servicio con un salario abaratado como consecuencia del menor costo de ese servicio para él. Su patrón paga un salario menor al que resultaría de computar el servicio a su costo de producción efectivo. Las empresas privatizadas de los servicios y del transporte reciben, en compensación, los subsidios. A través de los impuestos al consumo, la masa de trabajadores paga el déficit que todo esto genera al Estado. No hay nada a lo que ‘renunciar', porque el obrero ya renunció a la ventaja de una tarifa barata cuando su sindicato pactó un salario relativamente inferior.
De todo esto surge una conclusión elemental: los salarios deben ajustarse de inmediato según sea el impacto del tarifazo en el costo de la canasta familiar. El gobierno ha roto, con el tarifazo, las obligaciones del convenio colectivo de trabajo, que no tuvo en cuenta este aumento brusco sobre la canasta familiar -que algunos economistas estiman entre 12 y 15 puntos, una enormidad. Por eso, deben convocarse asambleas para diseñar planes de lucha por el ajuste de los salarios. Lejos de ‘renunciar' a algo que no tiene, el trabajador tiene que salir a pelear para que no le roben lo conquistado.
El reclamo de una renuncia voluntaria pone de manifiesto que el gobierno tiene pánico frente a la posibilidad de tener que reconocer el carácter confiscatorio del tarifazo. Pero es casi una idiotez creer que va a lograr esa renuncia voluntaria: estamos ante la confesión anticipada de que se viene una crisis política en la implementación del ajuste. El tarifazo, además, no solamente se suma a los impuestazos (en especial de la vivienda), sino al impuesto al salario, que afecta a todos los que ganan por encima de 7 mil pesos. Son varios millones que tendrán que asumir la doble carga de este impuesto y del tarifazo.
La patronal de los servicios quiere, por supuesto, más, porque la supresión de los subsidios no cambia sus ingresos, sólo alivia la situación fiscal. Poco se ha dicho acerca de que los servicios y el transporte son un fuerte negocio financiero, ya que financian su giro con deuda y no con capital propio. Los favorece para ello que su mercado es cautivo, o sea ‘seguro', por lo que sufre menos las oscilaciones de la demanda. Sus ingresos asegurados por tarifas obligatorias constituyen una garantía para cualquier prestamista, ya que además gozan de mucha liquidez -o sea dinero en mano. En resumen, el tarifazo es una confiscación económica de los trabajadores y un negociado para los capitalistas.
¿Renuncia voluntaria? Las pelotas. Indexación de los salarios, plan de lucha, nacionalización sin indemnización de las privatizadas de servicios y de petróleo-gas.
Jorge Altamira