No se trató, por cierto, de una desgracia azarosa ni simplemente de munición fallida. En una entrevista con la periodista Oriana Fallaci, poco después de la guerra, Leopoldo Galtieri admitió que en modo alguno él esperaba una respuesta militar inglesa a la ocupación de las Malvinas, y que no la esperó ni siquiera cuando la flota estaba en camino. En otras palabras: la ocupación no fue un acto de guerra sino una bravuconada, un apriete a quien no podía dejarse apretar.
El objetivo de la ocupación no era otro que elevar el ‘status’ regional de la Argentina, como potencia secundona del imperialismo, y darles a las fuerzas armadas un lugar de mayor relevancia en la alianza militar de las grandes potencias. Objetivo reaccionario, si los hay. Cuando la guerra llegó, encontró al bando argentino sumido en la mayor imprevisión. Por eso la “mala suerte” y por eso las municiones fallidas, entre otras calamidades.
Pero vamos al argumento más importante de Fraga, un hombre que hasta hoy defiende a la dictadura instaurada en 1976. Fraga dice: “De haber tenido los argentinos más éxitos tácticos es posible que la guerra se hubiera prolongado, pero no tenido un final distinto. La primera razón de ello es que hubiera entrado en juego la credibilidad de la Otan”.
¿Podían “llegar más lejos”?
En efecto, como dice Fraga, la alianza militar imperialista no podía tolerar la derrota inglesa y por eso Washington respaldó a Thatcher con armas, logística e inteligencia, además de presionar a los militares argentinos con todo el peso de su diplomacia. Por eso, además, Estados Unidos forzó en la ONU la Resolución 502, dictada al día siguiente de la ocupación, que conminaba a la Argentina a retirar sus tropas de las Malvinas (la Unión Soviética no vetó esa resolución/amenaza).
Por eso, también, llegaron a pensar en la opción nuclear. Dos años después de la guerra, el Partido Laborista inglés le exigió a Thatcher que informara si era cierto que había un plan de contingencia para arrojar una bomba nuclear táctica sobre Córdoba si las cosas del conflicto iban decididamente mal. Thatcher lo negó, pero su flota traía armamento nuclear y, como recordamos en un número anterior de Prensa Obrera, el jefe de operaciones anfibias de la Task Force, comodoro Michael Clapp, dijo que si la aviación argentina lograba expulsar a los portaaviones ingleses fuera de la zona de combate -cosa que estuvo a punto de ocurrir, y posiblemente ocurrió con uno de ellos- “toda la operación se hubiera arruinado por completo” y, en tal caso, “tendríamos que haber llegado más lejos (…) no sé si llegábamos a la opción nuclear, no estoy seguro, pero lo cierto es que hubiéramos tomado medidas muy drásticas”. Ahora bien: lo que ignoran esos argumentos puramente militaristas es el aspecto político, el más importante de la cuestión.
El entonces presidente norteamericano, Ronald Reagan, conocía bien esa arista del asunto. Al ser informado de los planes de Thatcher para producir un ataque en territorio continental argentino, Reagan le dijo a la primera ministra que una acción de ese tipo crearía una crisis política en toda la región. Thatcher no hizo caso a la observación y ordenó que un comando de las SAS, sus fuerzas especiales, atacara la base de los Super Etendard argentinos en Río Grande, Tierra del Fuego. La operación falló y el helicóptero de los SAS cayó en Agua Fresca, territorio chileno, donde la dictadura de Augusto Pinochet les había dado una base de operaciones (nota al margen: sólo eso prueba las razones del reclamo de los soldados que actuaron en el teatro de operaciones continental).
Aquel “llegar más lejos” del comodoro Clapp, aun sin bombas atómicas, tal vez era posible sobre la mesa de arena, en el plano puramente militar. Pero no existe un plano puramente militar: es la política la que empuja las acciones bélicas y también la que le pone límites.
Fraga, en definitiva, se equivoca. Si la guerra hubiera obligado al imperialismo a considerar una acción militar extraordinaria contra Argentina, se habría visto enfrentado, al mismo tiempo, a una conmoción mundial, incluso a situaciones revolucionarias en diversos países, en especial en América Latina, según la prolongación que hubiera tenido la guerra, y hasta una reacción de una parte de la base de los ejércitos de América Latina, que de ningún modo hubieran quedado inmunes al impacto. Fraga comete dos errores ‘clásicos’: el primero es desconocer el factor tiempo en la historia y en una crisis mundial en particular, el cual altera el escenario que imaginaron los protagonistas. El segundo error es partir de que nada puede ocurrir que ponga en cuestión la dominación del imperialismo. Olvida, por ejemplo, que los Estados invasores tuvieron que abandonar Rusia, en 1920, para evitar una crisis mayor de los Estados imperialistas en la primera posguerra; permitir la ocupación de Europa del Este por la ex URSS y la victoria de la revolución china; y lo mismo tuvo que hacer el tándem Nixon-Kissinger en la guerra de Vietnam.
La relevancia del debate sobre la posibilidad de una victoria de Argentina en la guerra que se libró hace treinta años, no gira en torno a la capacidad de un Galtieri, nula, sino a la capacidad de una nación oprimida de desembarazarse del imperialismo.
A.G. y J. A.