Aunque el gobierno haya reunido los votos necesarios para aprobar los proyectos de reforma judicial, eso no significa que haya obtenido un triunfo político. A último momento -y ante el temor de una deserción de varios diputados oficialistas- debió retroceder en su intención de quitarle a la Corte el manejo del presupuesto judicial, así como el nombramiento de los secretarios de juzgados. De ese modo, la “corpo judicial” logró una primera victoria sin tirar un solo disparo: retuvo una caja de 7.000 millones de pesos y el manejo de su personal.
Si el gobierno pensaba que la campaña por la “democratización” de la Justicia le iba a permitir salir de su impasse, se equivocó grueso. En vez de palmas, cosechó un cacerolazo masivo en su contra y revitalizó a una oposición, la cual estaba más cerca de quedar desahuciada que de convertirse en alternativa de poder. Tampoco le sirvió para cohesionar sus propias fuerzas, como lo probaron las deserciones que surgieron dentro del oficialismo, desde el CELS de Verbitsky, pasando por sectores de Carta Abierta y de “justicia legítima” hasta la CGT-Balcarce, que se vio obligada a denunciar el evidente intento de limitar el derecho a huelga. En buena medida, ocurrió lo contrario que con la “ley de medios”, cuando el gobierno se valió de esa campaña para conquistar apoyo popular y dividir a la oposición. Acá se dividió el gobierno y en la opinión pública el retroceso de CFK alcanza los 10 puntos en sólo un mes.
El costo que pagó el gobierno por esta reforma tampoco lo habilita a disfrutar de sus beneficios. Es que aún deberá atravesar por las presentaciones judiciales que, como han anticipado, realizarán decenas de organizaciones de jueces y de abogados, las que dejarían a la reforma en el limbo de la inconstitucionalidad. El pronóstico es negativo, si se tiene en cuenta el fallo desfavorable que acaba de sufrir el gobierno por la “ley de medios” y en favor de Clarín. La palabra final la tendrá la Corte, cuyo presidente fue denunciado por Carrió por un supuesto pacto con el gobierno. Aunque las maniobras delincuenciales no deberían sorprender a nadie, no alcanza con darle a la Corte lo que ya tenía -el manejo de su presupuesto- para ganarse un fallo favorable a la constitucionalidad de estas leyes. La Corte tiene sobre sí la presión de la corpo judicial que rechaza las reformas, así como también el miedo a convertirse en el foco de un cacerolazo que coloque a Plaza Lavalle como uno de sus objetivos. La Corte Suprema se va transformando en el árbitro de una crisis que envuelve a todo el régimen.
La reforma judicial ni siquiera le asegura al kirchnerismo una bandera para enarbolar en las elecciones ante un eventual rechazo judicial. Esto, porque ha quedado de manifiesto su naturaleza reaccionaria, si se tiene en cuenta el intento de eliminar el sistema de cautelares contra las arbitrariedades del Estado, el cercenamiento del derecho a huelga y el alargamiento de los procesos judiciales para trabajadores y jubilados. La reforma judicial tampoco le ha servido para granjearse el apoyo de la clase capitalista, que ve en ella un intento de la camarilla gubernamental para acentuar aún más el intervencionismo.
Retroceso de conjunto
Sería equivocado, sin embargo, atribuir este retroceso sólo a los proyectos de reforma judicial. Antes estuvieron las inundaciones y las revelaciones de corrupción de la camarilla oficial. Mediante la anulación de la Justicia como poder independiente del Ejecutivo, el gobierno pretende establecer un régimen de emergencia que le permita descargar la crisis sobre las espaldas de los trabajadores y protegerse de las causas que apuntan a los negociados de la propia camarilla. De este modo pretende proseguir con el saqueo de la Anses para pagar la deuda, forzar negociaciones paritarias a la baja o sostener el cepo cambiario para cubrir el agujero negro creado por el vaciamiento energético. Pero es justamente este régimen de emergencia el que hace agua por todos lados, como lo prueban la permanente fuga de capitales y la trepada del dólar paralelo, lo que amplía el alcance de la desorganización económica.
La oposición tradicional enfrenta la situación con la esperanza de obtener, en esta crisis, un desgaste del gobierno. La misma crisis, sin embargo, ha acentuado su división. Si el “mensaje de la cacerolas” era la unidad de la oposición, lo que tenemos es una mayor fragmentación. Es lo que ocurre con el centroizquierda en la Ciudad, que ya se ha partido en tres bloques. Detrás de las banderas republicanas, la oposición enarbola la defensa de un régimen judicial corrompido hasta la médula, defensor de los intereses capitalistas. El centroizquierda participa alegremente de este “circo republicano”, porque le da la excusa perfecta para dejar de lado cualquier reivindicación social y nacional. Pero los límites de esta oposición son justamente los del propio gobierno: la crisis capitalista y el agotamiento del “modelo”, que ponen de manifiesto su incapacidad para ofrecer una salida. Los Macri, los Scioli, los De la Sota sufren en carne propia la crisis, que actúa como un factor de socavamiento de sus propios gobiernos.
Afrontamos una crisis de fondo, cuyas causas son comunes tanto para el gobierno como la oposición. En este cuadro, el Partido Obrero lucha por construir una salida anticapitalista a la crisis, que tiene por sustento el proceso de descontento popular que crece como consecuencia de la descomposición económica y política.
Gabriel Solano